El tradicionalismo hispánico lleva
más de 70 años lastrando una actitud (que no una realidad) redentora, como
cuando Cristo lleva la cruz conociendo su destino. Más de 70 años a gusto con
la posición de derrota, con el calor que otorga ser siempre los mismos aunque
cambien las caras. Los mismo tics, los mismos gestos, las mismas neuras, los
mismos temores, los mismos tótems y demonios. Más pendientes de mirar al pasado
con nostalgia, de abrazarse a sus símbolos,
que de afrontar la realidad del presente.
En España el tradicionalismo es como Homer cuando se mete a boxeador; su única estrategia es siempre resistir y recibir, pero nunca atacar y lanzarse. Las veces que gana es gracias a que su adversario se cansa antes y desfallece. Homer recibe y recibe golpes y su gran valía es aguantar y aguantar los puñetazos que hagan falta. Finalmente, Homer no aguanta, su cerebro se destruye si solo recibe y nunca da.
Como decía Don Juan Vázquez de Mella, en los tristes días de la decadencia, hay que alzar los ojos al cielo para que puedan acostumbrarse a mirar, a través de la niebla, lo por venir.
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