Biógrafo de Chesterton, de Belloc, de
Tolkien, de Lewis, de Campbell, de Shakespeare, de Wilde, de
Solzhenitsyn, a sus lectores les debe el relato de la agitada vida de
otro gran escritor: la del mismo Pearce.
El diablo se mostró diligente con aquel adolescente furioso que ni
creía en él -a los quince ya se declaraba agnóstico- ni había oído
hablar de Fausto, pero que hubiera vendido su alma por dedicarse a
tiempo completo al National Front, el partido de la
derecha dura británica en los setenta y los ochenta. Solo un año después
de rellenar su ficha de afiliación, Pearce era nombrado director de
Bulldog, órgano de expresión de los cachorros ultras, y a los diecinueve
era el miembro más joven de la mesa nacional.
Joe Pearce nació en el East End londinense en una
época en la que la inmigración masiva -Enoch Powell tenía razón-
empezaba a cambiarle la cara a la merry England, a la
feliz Inglaterra. Pertenece, por tanto, a esa generación de chicos de
barrio que para reafirmarse en la rivalidad no tuvo que jugar a policías
y ladrones o a sioux y vaqueros al salir de clase, pues cada día se
zurraba la badana con los asiáticos recién llegados.
Pronto encauzó Pearce su mala leche -“joven infeliz”, le llamó Auberon Waugh-
militando en las airadas filas de la derecha hooligan, donde cualquier
ración de violencia sabía a poco. Su adolescencia son recuerdos de
manifestaciones callejeras que acababan en batallas campales con
posterior visita a la comisaría o al hospital.
Pearce detestaba a los inmigrantes con todo su corazón, con toda su
alma, con toda su mente. Y las reservas de odio que le quedaban las
empleaba con los católicos. Había hecho suyo ese prejuicio tan inglés de
que estos eran agentes al servicio de una potencia extranjera: Roma. Y
luego estaban, claro, los terroristas del IRA, que se decían hijos de la
Iglesia.
Tropas de asalto
La mejor expresión de su anticatolicismo fue su ingreso en la Orden de Orange, sociedad secreta cuyo único propósito conocido era amargarle la vida al papa. Fue durante aquellas expediciones al Ulster donde Pearce
descubrió de verdad qué era la violencia. Allí conoció a paramilitares
unionistas que le ofrecían gratis sus servicios de eliminación de
objetivos políticos. Para rechazar la oferta sin herir
susceptibilidades, Pearce hubo de ejercitarse en una disciplina
desconocida por él: la diplomacia.
Es curioso, pero las vocaciones que con los años configurarían su
carácter -la literatura y el catolicismo- ya se dibujaban en el Pearce
más activista, más fanatizado. Su primer libro fue sobre Skrewdriver, la banda de rock nazi liderada por Ian Stuart Donaldson, y para la que Pearce llegó a grabar algunos coros.
En cuanto a su incorporación a la Iglesia Católica…
Bueno, sencillamente le enfurecía que alguien pudiera pensar que por
enfrentarse a los comunistas en las calles eran las tropas de asalto del
capitalismo. “La única alternativa a Mammon no puede ser Marx”, se
repetía atormentado.
Un amigo que sabía de su empeño por encontrar una tercera vía le aconsejó que estudiara el distributismo. Así que compró un libro de Chesterton, se sentó a leerlo y… cuál sería su sorpresa cuando descubrió que la mayoría de los artículos eran una defensa de la fe católica. Y más aún: que no tenía argumentos que oponer a los de Chesterton. El de Beaconsfield le llevó a Belloc, y a Lewis, y a Newman, y a Tolkien…
Luego vendría su primera declaración de fe (en la
prisión de Wornwood Scrubs), y los rosarios en la soledad de su celda, y
la puesta en libertad que puso punto final a su larga aventura ultra.
Estaba harto de estar harto. Ya no quería entregar su vida a ninguna
causa política; ahora solo quería darla por Cristo.
Hoy, echa la vista atrás y, como John Newton, sigue asombrado por la
Gracia que echó raíces en el desierto de su alma, que salvó a un pecador
como él.
G.Altozano
Artículo de ENLACE
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