Don Marcelino Menéndez y Pelayo |
«Yo no pensaba hablar; pero las alusiones que me han dirigido los
señores que han hablado antes, me obligan a tomar la palabra. Brindo por
lo que nadie ha brindado hasta ahora: por las grandes ideas que fueron
alma e inspiración de los poemas calderonianos. En primer lugar, por la
fe católica, apostólica romana, que en siete siglos de lucha nos hizo
reconquistar el patrio suelo, y que en los albores del Renacimiento
abrió a los castellanos las vírgenes selvas de América, y a los
portugueses los fabulosos santuarios de la India. Por la fe católica,
que es el substratum, la esencia y lo más grande, y lo más hermoso de
nuestra teología, de nuestra filosofía, de nuestra literatura y de
nuestro arte.
Brindo, en segundo lugar, por la antigua y tradicional monarquía española, cristiana en la esencia y democrática en la forma, que, durante todo el siglo XVI, vivió de un modo cenobítico y austero; y brindo por la casa de Austria, que con ser de origen extranjero y tener intereses y tendencias contrarios a los nuestros, se convirtió en porta-estandarte de la Iglesia, en goufaloniera de la Santa Sede, durante toda aquella centuria.
Brindo por la nación española, amazona de la raza latina, de la cual fue escudo y valladar firmísimo contra la barbarie germánica y el espíritu de disgregación y de herejía, que separó de nosotros a las razas septentrionales.
Brindo por el municipio español, hijo glorioso del municipio romano y expresión de la verdadera y legítima y sacrosanta libertad española, que Calderón sublimó hasta las alturas del arte en El Alcalde de Zalamea, y que Alejandro Herculano ha inmortalizado en la historia.
En suma, brindo por todas las ideas, por todos los sentimientos que Calderón ha traído al arte; sentimientos e ideas que son los nuestros, que aceptamos por propios, con los cuales nos enorgullecemos y vanagloriamos; nosotros los que sentimos y pensamos como él, los únicos que con razón, y justicia, y derecho, podemos enaltecer su memoria, la memoria del Poeta español y católico por excelencia; del poeta de todas las intolerancias e intransigencias católicas; del poeta teólogo; del poeta inquisitorial, a quien nosotros aplaudimos, y festejamos, y bendecimos, y a quien de ninguna suerte pueden contar por suyo los partidos más o menos liberales que en nombre de la unidad centralista a la francesa, han ahogado y destruido la antigua libertad municipal y foral de la Península, asesinada primero por la casa de Borbón y luego por los Gobiernos revolucionarios de este siglo.
Y digo y declaro firmemente que no me adhiero al centenario en lo que tiene de fiesta semipagana, informada por principios que aborrezco y que poco habían de agradar a tan cristiano poeta como Calderón, si levantase la cabeza.
Y ya que me he levantado, y que no es ocasión de traer a esta reunión fraternal nuestros rencores y divergencias de fuera, brindo por los catedráticos lusitanos que han venido a honrar con su presencia esta fiesta, y a quienes miro, y debemos mirar todos, como hermanos, por lo mismo que hablan una lengua española, y que pertenecen a la raza española, y no digo ibérica, porque estos vocablos de iberismo y de unidad ibérica tienen no sé qué mal sabor progresista (murmullos). Sí: española, lo repito, que españoles llamó siempre a los portugueses Camoens, afirmó que españoles somos, y que de españoles nos debemos preciar todos los que habitamos la Península Ibérica.
Y brindo, en suma, por todos los catedráticos aquí presentes, representantes de las diversas naciones latinas que, como arroyos, han venido a mezclarse en el gran Océano de nuestra gente romana.»
Brindo, en segundo lugar, por la antigua y tradicional monarquía española, cristiana en la esencia y democrática en la forma, que, durante todo el siglo XVI, vivió de un modo cenobítico y austero; y brindo por la casa de Austria, que con ser de origen extranjero y tener intereses y tendencias contrarios a los nuestros, se convirtió en porta-estandarte de la Iglesia, en goufaloniera de la Santa Sede, durante toda aquella centuria.
Brindo por la nación española, amazona de la raza latina, de la cual fue escudo y valladar firmísimo contra la barbarie germánica y el espíritu de disgregación y de herejía, que separó de nosotros a las razas septentrionales.
Brindo por el municipio español, hijo glorioso del municipio romano y expresión de la verdadera y legítima y sacrosanta libertad española, que Calderón sublimó hasta las alturas del arte en El Alcalde de Zalamea, y que Alejandro Herculano ha inmortalizado en la historia.
En suma, brindo por todas las ideas, por todos los sentimientos que Calderón ha traído al arte; sentimientos e ideas que son los nuestros, que aceptamos por propios, con los cuales nos enorgullecemos y vanagloriamos; nosotros los que sentimos y pensamos como él, los únicos que con razón, y justicia, y derecho, podemos enaltecer su memoria, la memoria del Poeta español y católico por excelencia; del poeta de todas las intolerancias e intransigencias católicas; del poeta teólogo; del poeta inquisitorial, a quien nosotros aplaudimos, y festejamos, y bendecimos, y a quien de ninguna suerte pueden contar por suyo los partidos más o menos liberales que en nombre de la unidad centralista a la francesa, han ahogado y destruido la antigua libertad municipal y foral de la Península, asesinada primero por la casa de Borbón y luego por los Gobiernos revolucionarios de este siglo.
Y digo y declaro firmemente que no me adhiero al centenario en lo que tiene de fiesta semipagana, informada por principios que aborrezco y que poco habían de agradar a tan cristiano poeta como Calderón, si levantase la cabeza.
Y ya que me he levantado, y que no es ocasión de traer a esta reunión fraternal nuestros rencores y divergencias de fuera, brindo por los catedráticos lusitanos que han venido a honrar con su presencia esta fiesta, y a quienes miro, y debemos mirar todos, como hermanos, por lo mismo que hablan una lengua española, y que pertenecen a la raza española, y no digo ibérica, porque estos vocablos de iberismo y de unidad ibérica tienen no sé qué mal sabor progresista (murmullos). Sí: española, lo repito, que españoles llamó siempre a los portugueses Camoens, afirmó que españoles somos, y que de españoles nos debemos preciar todos los que habitamos la Península Ibérica.
Y brindo, en suma, por todos los catedráticos aquí presentes, representantes de las diversas naciones latinas que, como arroyos, han venido a mezclarse en el gran Océano de nuestra gente romana.»
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