Al extremo del estado de la Florida, en los confines
mismos de Carolina del Sur, está San
Agustín, que pasa por ser la plaza
más septentrional que ocupó España en la costa atlántica americana, si bien no
fuera esta ciudad el genuino confín de las posesiones españolas, que unos pocos
kilómetros al norte estuvo el Fuerte de Santa Teresa de Mose: lugar que hoy los
americanos hoy reverencian como the black fortress of freedom, la
fortaleza negra de la libertad.
En la navegación a vela, el tornaviaje de las
Américas desde el Caribe se hacía aprovechando el arco de la corriente del
Golfo, que empujaba las naves hacia el norte, dando lugar al riesgo cierto de
que sufrieran ataques desde la costa continental, lo que aconsejaba contar con
una base en tierra firme, con un apoyo militar desde el que evitar o paliar
aquel peligro: conveniencia que llevó a levantar la fortificación de San
Agustín, en un lugar propicio para abrigar naves y razonablemente
fortificable.
Los españoles ya habían explorado la zona en
expediciones que tuvieron lugar entre 1513 (Ponce de León) y 1563, pero sin
llegar a levantar ninguna fortificación estable. Sin embargo, la presencia, en
1564, de un nutrido contingente de hugonotes franceses, que alzaron un fuerte en
la desembocadura del río San Juan, suponía una seria amenaza, que llevó a España
a la decisión de establecer una presencia militar permanente en el área. Esa fue
la razón del desembarco de Don
Pedro Menéndez de Avilés, que dio
fin al establecimiento de piratas franceses –allí están sus tumbas- y fundó la
ciudad de San Agustín, cuarenta y dos años antes de que los ingleses
establecieran la colina de Jamestown, cincuenta y cinco años antes de que
desembarcaran los Pilgrims fathers.
El paraje donde Avilés y los suyos desembarcaron,
Misión de Nombre de
Dios, es hoy de la Iglesia Católica, que lo mantiene y venera como el
lugar más santo de América, por tratarse el primer lugar de los hoy territorios
norteamericanos en donde se celebró la Santa Misa. Se trata de un espacioso y
grato parque para la oración y la meditación, cuidado y arbolado, junto al mar,
amparado por una cruz muy elevada, salpicado de rincones de referencia mariana y
custodio de la ermita en
donde se venera a la Señora bajo la nada corriente advocación de Our Lady of
la leche, en una imagen de la Virgen lactante.
Imagen de Our Lady of la Leche y
ermita en que se venera
Aunque
hay ya
rastros en las catacumbas
romanas de la devoción a la Virgen de la Leche, por la que se venera a Santa
María cuidando tiernamente del cuerpo del Niño Jesús y fue una devoción
extendida por toda Europa, arraigó con particular intensidad en la España del
siglo XVI, donde el rey Felipe III de Austria ordenó –corría 1598- levantar una
ermita en su honor.
Conocedores y seguidores de tal devoción, los
primeros pobladores españoles consagraron la primera ermita dedicada a la Virgen
en lo que hoy es territorio norteamericano, bajo el nombre de “Nuestra Señora de
la Leche”, cuya imagen era copia de la que se veneraba en Madrid, de modo que,
habiendo sido destruida ésta, la original, el 13 de marzo de 1936, al ser
devastada la iglesia madrileña de San Luis, en que se encontraba, por la vesania
irreligiosa de los albores de la guerra civil, la réplica que se halla hoy en la
Florida es lo más cercano que nos queda de aquélla que fue modelo, si bien
también haya imágenes bajo el mismo título en Astorga y en Palas de Rei y hasta en Pisa y en
Budapest.
La vida de la ciudad de San Agustín no fue
pacífica. En 1586 fue atacada por el
siniestro corsario Drake, al servicio de la corona inglesa. Sus edificios fueron
arrasados y quemados, pero sin que ello quebrara la voluntad de España de
mantener allí su presencia, como tampoco cejó ante el ataque del capitán pirata
John Davis, que tuvo lugar ochenta y dos años después, o ante los sucesivos
asaltos británicos de 1702 y 1740, siempre peligrosos y atroces, pero siempre
sin éxito.
Por ironías de la política, la imbatida San Agustín
vino a ser pacíficamente otorgada a la corona británica en 1763, si bien
nuevamente retornaría a España de resultas del Tratado de París, en 1784, para
permanecer española hasta 1821, en que fue entregada a los Estados Unidos.
San Agustín de la Florida, una
plaza en disputa.
Los habitantes de San Agustín no esconden el orgullo
por su pasado español, del que hay vestigios permanentes en el paisaje urbano. Y
todavía hoy los nombres de las calles denotan la pasada presencia hispana: las
calles de Valencia, de Granada, de Córdoba, de de Soto, de Avilés, de Cádiz, de
Zaragoza, de la Artillería; y las casas con blasones, el Hospital Militar, la
casa de los Mesa, la de los Peso de Burgo, la de los Ximénez-Fatio, la de los Hita, la de los Gallegos, y hasta la
catedral, en la que campean los escudos español y norteamericano, hacen eco de
lo que la ciudad fue. Y ese eco resuena incluso en la vida local, toda vez que,
aunque se trata de una ciudad en la que la lengua inglesa prevalece, se mezclan
en el habla local palabras del español colonial y hasta la vida es mucho más a la española
que otras ciudades norteamericanas: vías estrechas, terrazas junto a los
bares, parques donde corretean los niños, iglesias
y misa de doce.
Emplazamiento de la ciudad de San Agustín y el castillo
de San Marcos
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Iglesias, piedras, blasones, cantan en San Agustín a una España que ya
no existe
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Se extiende la vieja ciudad española a lo largo de la
península que se forma entre la bahía de Matanzas y la desembocadura del río San
Sebastián, amparada, unas millas al sur, por el castillo de Matanzas, y al norte, por la imponente mole del castillo de San Marcos, sobre los que hoy, por gracia de la Administración
norteamericana, no ondea la bandera de las barras y las estrellas, sino la
blanca con la cruz de Borgoña, en un elegante gesto de respeto al propio pasado
hispano.
El
castillo, cuya actual traza data de 1672, sustituto de anteriores construcciones
de madera que allí mismo se asentaron, es un importante
ejemplar de la arquitectura militar española en las Américas, con baluartes
apuntados hacia el exterior, y no se construyó en piedra, sino en
coquina: una mezcla de moluscos y arena, aglutinada por la cal de las
conchas, que resultó ser un excelente material, que no se destrozaba ante los
proyectiles del enemigo, sino que los absorbía.
El castillo de San Marcos y
la vieja bandera de la Monarquía Hispánica
La cercanía geográfica de San Agustín respecto de las
colonias inglesas de Carolina del Sur propició un fenómeno que en España no es
demasiado conocido: el establecimiento de un verdadero santuario de libertad
para los negros que huían de la esclavitud británica.
Aunque ya se venía produciendo un goteo de esclavos
fugitivos hacia la plaza española, fue la llegada de no menos de cien de ellos
en 1738 lo que dio lugar al establecimiento de una población fortificada, unas
millas al norte de la fortificación del castillo de San Marcos: el fuerte de
Gracia Real de Santa Teresa de Mose: el primer sitio en lo que hoy son los
Estados Unidos en que los negros pudieron vivir en libertad.
Desdichadamente, no ha habido hasta hoy ningún
productor cinematográfico que se haya arriesgado a divulgar este episodio de
libertad que es historia común de España y de los Estados Unidos, si bien sí
sea conocido y divulgado por los católicos norteamericanos (a título de
ejemplo, la página sobre este particular de la diócesis de Denver), y sean de mucho mérito los esfuerzos que han
venido haciendo el Old Florida
Museum y el Florida Museum of
Natural History, éste bajo la
dirección de la profesora Kathleen Deagan, para indagar y dar a conocer lo que aquello fue,
hasta la apertura, en 1991, de la exposición itinerante Fort Mose: America´s
Black Fortress of Freedom.
Soldados españoles de raza negra, sirviendo en las plazas
del Caribe.
Ciertamente, en la época, en las posesiones de España, era legal la
esclavitud, pero las condiciones de los esclavos británicos y españoles no eran
las mismas. El régimen de servidumbre español permitía, por ejemplo, que los
esclavos tuvieran dinero propio, para comprar su libertad, les autorizaba a
llevar a sus señores ante los Tribunales, impedía que se rompieran familias por
motivos de venta y constituía, en definitiva, un sistema más benigno, lo que no
fue desconocido por los esclavos que padecían el muy riguroso ordenamiento
británico.
Ya en 1688 se corrió la voz entre los esclavos negros
de Carolina del Sur de que San Agustín era un santuario para quienes escapaban.
En 1687 había llegado el primer grupo de fugitivos, compuesto por ocho hombres,
dos mujeres y un niño. Y el goteo fue a partir de entonces incesante, hasta
llegar en cifras cercanas a la centena, como se ha dejado dicho.
Ante
tamaño aluvión, se decidió, en 1738,
permitir el establecimiento de los negros fugitivos, en régimen de libertad, en
el asentamiento extremamente fronterizo que hoy se conoce como Fort
Mose.
Enterrados hoy bajo las ciénagas, así debieron ser el pueblo y fuerte de
Gracia Real de Santa Teresa de Mose.
Curiosamente, ni los primeros esclavos en América
habían sido africanos, ni los primeros africanos en América habían sido
esclavos.
Aunque, como es sabido, el celo de la Reina Isabel
prohibió en su testamento la servidumbre de los indios (“no consientan ni
den lugar que los Indios vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra
Firme, ganadas y por ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes,
mas manden que sean bien y justamente tratados”), es lo cierto que esa real
voluntad quebró no pocas veces en la práctica, llegándose a justificar la
esclavitud de aquellos indios que rehusaran la conversión o practicaran el
canibalismo. Y mientras que los primeros esclavos eran indios, estaban arribando
a las Américas, como hombres libres, en las primeras expediciones, marineros, soldados y colonos de raza
negra, como, por ejemplo, Juan de
las Canarias, que se había enrolado en la Santa María con Cristóbal Colón; como
Juan Garrido, que partió desde Sevilla, por su propia voluntad, hacia La
Española (Santo Domingo) y participó en las exploraciones de Ponce de León y,
luego, en las campañas de Cortés, con el que combatió en Tenochtitlán; como
Estebanico, explorador de Pánfilo de Narváez quien, tras fracasar la expedición
a la Florida de 1528, fue uno de los cuatro, de cuatrocientos, que
sobrevivieron, al conseguir llegar andando, tras ocho años de caminar, desde la
Florida hasta México, para luego morir en combate contra los indios Zuni; como
Juan Valiente, que guerreó en Guatemala, en el Perú y en Chile; y como otros de
los que no cabe memoria.
Ciudadanos norteamericanos, vestidos con uniformes españoles de época,
hacen memoria de la milicia de hombres negros libres que sirvió en los confines
de la Florida.
No
hay duda de que la
existencia de hombres libres de raza negra bajo el régimen español alentó que se
constituyera aquella comunidad de Santa Teresa de Mose, que fue, según han
escrito Katlheen Deagan y
Darcie MacMahon, un símbolo de esperanza para muchos africanos de la
colonia inglesa.
Aunque la hospitalidad española respondía a la
convicción de que quienes libremente abrazaran la religión católica debían vivir
como hombres libres, hay que presumir que, junto a tal creencia, operaría la
conveniencia de restar fuerza económica a las colonias británicas, generar
inseguridad, y ganar nuevos trabajadores, aunque en régimen de libertad. Y es
que en Carolina del Sur, sobre una fuerza de trabajo de cuarenta mil esclavos
negros, dominaba una población blanca de sólo veinte mil colonizadores, en una
proporción que hacía extremadamente preocupante cualquier intento de rebelión
espartaquista.
De
la política española de acogida queda testimonio en la cédula otorgada en 1693
por el Rey Carlos II, que cabalmente expresaba su voluntad de que “dando
libertad a todos.. tanto a los hombres como a las mujeres.. sea ello ejemplo de
mi liberalidad y dé lugar a que otros hagan lo mismo”.
Constantemente incrementado el número de quienes
escapaban de las plantaciones esclavistas de Carolina, se llegó a constituir, en
1738, bajo bandera de España, una milicia negra, con oficiales de la propia
raza, como lo fue el capitán Francisco Menéndez, en otro tiempo esclavo evadido.
Y no se trataba de una fuerza simbólica, sino bien operativa, habida cuenta de
que su calidad de veteranos fugitivos les había dado un buen conocimiento de la
zona, mientras que su condición de antiguos esclavos, les hacía valientes y con
resuelta voluntad de vencer, para no volver jamás a la servidumbre.
Destruido Fuerte Mose por los ingleses en 1740, sus
ocupantes se defendieron desde San Agustín, que resistió.
Cuando, en 1763, por el tratado de París, se entregó
pacíficamente la Florida a Inglaterra, los que habían sido defensores de Fort
Mose embarcaron, junto a los pobladores de procedencia peninsular, hacia la isla
de Cuba, especialmente hacia Matanzas, en donde siguieron su vida como hombres
libres.
Sólo algunos de los antiguos esclavos regresaron a
San Agustín cuando la Florida volvió de nuevo a España, en 1784. Y rindieron un
último servicio al aplastar a los Florida Patriots, que se habían
atrevido ocupar Mose, reclamando el territorio para los Estados Unidos. En
aquella ocasión, una vez más, se destruyó el viejo fuerte, cuyo asentamiento
quedaría enterrado en las marismas, para ser explorado sólo al cabo de muchos
años, no ya por soldados, sino por voluntariosos investigadores.
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